Para qué hablamos si existe la luna? Cuántos pasos hay del silencio a la palabra? No lo sabemos. Depende de la capacidad de renuncia ante la vida, y de los gatos. Ayer, mientras miraba a mi gato jugando con la luna, pensé en algo que quiero compartir hoy con ustedes. ¿Para qué hablamos? porqué no nos quedamos callados y nos comprendemos así nomás, como los enamorados. Nos hemos desenamorado del mundo, y como nadie sabe saber lo que siente, hablamos y llenamos con palabras la ausencia fundamental del decir. De eso se tratan las palabras, de desaparecer. Nos escondemos en ellas, y no sabemos que ellas son como el refugio oscuro de la sal gritando en el mar, hirviendo una y otra vez sobre la noche, rompiendo una y otra vez sobre esta orilla que somos nosotros cuando miramos la luna y sabemos que existe. Que las palabras nos traicionan, por supuesto que sí; nosotros también hacemos otro tanto con ellas, porque no queremos asumir el filo y la herida que nos causa. No se trata de ponernos a llorar y anunciar el fin del mundo; se trata más bien de llegar a un acuerdo con aquello que, excediéndonos, nos prefigura en las palabras. Y aquí no hay movimiento que valga; las palabras son como flechas o como balas que atraviesan el cuerpo de las cosas, un estertor que vacía al mundo y lo detiene para fotografiarlo de una vez y para siempre. La palabra es lo que causa la muerte y la caída, el muro vacío de las inscripciones, de los jóvenes que se tocan y se saben amar. Hay una palabra que encontré ayer, en la noche, mientras la música del aire ahogaba en su sueño a los mayores y yo contemplaba desde mi pieza el afuera, buscando acaso un pretexto para vivir. Lunor. Esta palabra que acabo de hacer es el clamor de la luna, el momento exacto en que la luna no es ni una moneda, ni el rostro de alguien que perdimos, es el dulzor y el clamor de una luz tibia que clarea las sombras y nos vigila callando. Es un momento detenido, una duración petrificada en el tiempo y en el espacio perforado. Lunor es algo que sucede y no sucede a la vez, algo que secretamente nos obliga a mirarnos a la cara y decir todas las cosas simples que abrigan la noche; un suspiro, un asentimiento, una confesión, un duelo, en fin, el hilo invisible de las cosas muertas en su decir repentino y dulce. Quiero decir, o nos escondemos o desaparecemos. Nos escondemos para hacernos un rostro inexpresivo entre culpa y culpa, para seguir atando los nudos sin tallar el fondo. Una cruz en el portamaletas. O desaparecemos en lo callado, diciendo sin decir el grito sofocado del dolor y la culpa y el arrepentimiento y la impotencia de no poder desatar lo desatado. Desaparecemos para ser todo lo que más allá de nosotros nos invoca, nos nombra y nos hace nombrar, nos participa de lo que nos falta y nos hace querer con dignidad, como el gato a la luna. Lunor es un portazo grave, un golpe que nosotros hemos decidido dar a sabiendas de lo poco que pesa nuestra voluntad en el destino de las puertas y de los caminos que se abren y se cierran, de las bocas selladas dispuestas a besar.
Para qué hablamos si existe la luna? Me pregunta sonriendo la cola de mi gato.
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