Medidas Preventivas
por Matías Jaque
Un día en que el hombre aquel llegaba a casa más cansado que de costumbre, se encontró con que, entre el lote de cartas, por lo general cuentas diversas, había una que era carta propiamente tal. Es decir, en sobre blanco y con destinatario en cursiva. Le sorprendió ver su nombre escrito por la mano de otra persona. Se sentó y sacó del sobre una hoja en que decía lo siguiente:
Muy estimado señor:
Le escribo para solicitarle ayuda. Viene el tren. Se encuentra a pocos metros y, dada la velocidad que alcanza, no conseguiré por mis propios medios evitar su impacto. No demando de usted más que un breve empujoncito. Basta que me haga a un lado y listo. Es mi última esperanza. Ya siento la brisa que su avance arrollador hace llegar hasta mi cara. Se lo ruego, apreciado señor, un empujoncito será suficiente. Viene el tren.
Saludos cordiales.
En el lugar del remitente no venía un nombre, sino una fecha. Específicamente, quince años después de ese día. Bajo ella, se indicaba un lugar bastante preciso: el cruce ferroviario número cinco de la línea X, trece tablas hacia el sur desde la marca amarilla que establecía el límite del paso peatonal. Por último, aparecía un par de números que, dadas las informaciones anteriores, no podía ser sino una hora, y así lo concluyó el hombre. A las tres de la tarde con trece minutos del martes veintisiete de julio de 2023, en dicho lugar y no otro.
La primera reacción del hombre fue arrojar la carta a la basura, aunque, por parecerle su contenido algo curioso, decidió conservarla hasta averiguar quién le había gastado lo que con seguridad era una broma. Con el tiempo, el asunto quedó perfectamente olvidado.
La última semana de julio del año 2023, nuestro hombre se encontraba en medio de una mudanza. Como ello implicaba ordenar cada cosa de las que componían sus haberes, fue inevitable que, en cierto momento, el hombre se topara con la carta, ya vieja y amarillenta, que había llegado a su casa quince años atrás. Una leve sonrisa siguió a la inicial extrañeza que el olvido de la carta había provocado. La guardó en su bolsillo. Ya en su nueva casa, advirtió que estaba a tiempo para dirigirse al lugar en cuestión. La misma curiosidad que años atrás le moviera a no tirar el sobre, le incitó ahora a visitar el cruce ferroviario de la línea X.
El día estaba gris, y las nubes parecían a punto de soltar una espesa lluvia de la que eran claro vaticinio algunas tímidas gotitas que ya empezaban a caer. Sin embargo, una sorprendente quietud dominaba el aire. Nadie caminaba por las calles de aquel barrio por cuyo límite transitaba el tren de la línea X, salvo nuestro hombre. Revisó su bolsillo, ahí estaba la carta. Alcanzó la línea. La calle por la que venía le condujo hasta el cruce número dos. Consultó su reloj: las tres en punto. A tiempo. Caminó hacia el norte hasta llegar al cruce número cinco. Consultó nuevamente el reloj: las tres y doce. Esperó unos segundos y caminó hacia el sur contando el número de tablas que indicaba el gastado papel de la carta. Una repentina brisa levantó la hoja y le impidió seguir leyendo. Alzó la vista. Frente a él, sobre una de las tablas de la línea, había un hombre algo mayor, mirando fijo, con el semblante levemente caído y las manos apoyadas sobre el vientre, el tren que a gran velocidad se acercaba. El hombre, como si todo adquiriera bruscamente sentido, le dio un empujón. El viejo cayó hacia el otro lado de la línea, oculto por los enormes vagones que irrumpieron atronando el aire y forzando a un grupo de palomas a emprender el vuelo. El hombre retrocedió un par de pasos, a la espera de que el tren acabara de pasar. Luego, cruzó la línea y dijo:
-Hola, recibí su carta.
-¡Uf! Qué alivio. Muchas gracias, no se me ocurrió otra cosa que hacer con esa mole a punto de golpearme.
-Ya. Pues nada.
-¿Le sucede algo? –preguntó el viejo, advirtiendo una nota de desazón en la mirada del hombre, mientras sacudía la hierba adherida a su ropa tras la intempestiva caída.
-La verdad, sí. Me siento algo defraudado. Por un momento pensé que esta era una de esas historias en que el hombre que escribía la carta era el mismo que la recibía, de modo que al llegar aquí me descubría a mí mismo solicitando ayuda a mi yo pasado, creando una singularidad temporal y uno de esos bucles que tanto están de moda, pero resulta que todo ha salido aburridamente bien.
-Ya veo. Lo siento mucho. ¿Podría compensarlo invitándolo a una copa?
-Ayudaría.
-Genial, vamos.
El hombre y el viejo emprendieron la marcha hacia el centro de la ciudad.
-Ah, pero queda aún algo que no cuadra… -inquirió el hombre.
-Dígame.
-¿Cómo es que pudo usted escribir esa carta si el tren estaba a punto de golpearlo, y, todavía más, cómo fue capaz de enviármela quince años atrás?
-Uf… Tampoco hay mucho misterio. Hace quince años un auto estuvo al borde de atropellarme, momento en el cual advertí que mis reflejos no eran los mismos de antes, y que, en definitiva, pronto comenzaría a hacerme viejo. De manera que me puse a enviar todas las cartas que pude para que gente de buen corazón o de gran curiosidad, categorías en las que, por suerte, puede agruparse un buen número de individuos, me ayudase en contingencias como la que tuvo usted ocasión de presenciar hace un rato.
-Entiendo.
Los hombres platicaban mientras, al cruzar la calle, un camión de productos avícolas quemaba los últimos metros que lo separaban de cometer un fatal atropello. En eso, irrumpió en la escena una mujer que empujó a ambos del punto que los convertía en blanco fácil.
-Recibí su carta –dijo directamente al viejo, como si supusiera incapaz al hombre de enviar una carta o de escribir un párrafo.
-¡Uf! Muchas gracias, señorita.
-Pues, no hay de qué.
-¿Gustaría acompañarnos a una copa?
-Sería un placer.
El viejo, el hombre y la mujer entraron en un bar.
Muy estimado señor:
Le escribo para solicitarle ayuda. Viene el tren. Se encuentra a pocos metros y, dada la velocidad que alcanza, no conseguiré por mis propios medios evitar su impacto. No demando de usted más que un breve empujoncito. Basta que me haga a un lado y listo. Es mi última esperanza. Ya siento la brisa que su avance arrollador hace llegar hasta mi cara. Se lo ruego, apreciado señor, un empujoncito será suficiente. Viene el tren.
Saludos cordiales.
En el lugar del remitente no venía un nombre, sino una fecha. Específicamente, quince años después de ese día. Bajo ella, se indicaba un lugar bastante preciso: el cruce ferroviario número cinco de la línea X, trece tablas hacia el sur desde la marca amarilla que establecía el límite del paso peatonal. Por último, aparecía un par de números que, dadas las informaciones anteriores, no podía ser sino una hora, y así lo concluyó el hombre. A las tres de la tarde con trece minutos del martes veintisiete de julio de 2023, en dicho lugar y no otro.
La primera reacción del hombre fue arrojar la carta a la basura, aunque, por parecerle su contenido algo curioso, decidió conservarla hasta averiguar quién le había gastado lo que con seguridad era una broma. Con el tiempo, el asunto quedó perfectamente olvidado.
La última semana de julio del año 2023, nuestro hombre se encontraba en medio de una mudanza. Como ello implicaba ordenar cada cosa de las que componían sus haberes, fue inevitable que, en cierto momento, el hombre se topara con la carta, ya vieja y amarillenta, que había llegado a su casa quince años atrás. Una leve sonrisa siguió a la inicial extrañeza que el olvido de la carta había provocado. La guardó en su bolsillo. Ya en su nueva casa, advirtió que estaba a tiempo para dirigirse al lugar en cuestión. La misma curiosidad que años atrás le moviera a no tirar el sobre, le incitó ahora a visitar el cruce ferroviario de la línea X.
El día estaba gris, y las nubes parecían a punto de soltar una espesa lluvia de la que eran claro vaticinio algunas tímidas gotitas que ya empezaban a caer. Sin embargo, una sorprendente quietud dominaba el aire. Nadie caminaba por las calles de aquel barrio por cuyo límite transitaba el tren de la línea X, salvo nuestro hombre. Revisó su bolsillo, ahí estaba la carta. Alcanzó la línea. La calle por la que venía le condujo hasta el cruce número dos. Consultó su reloj: las tres en punto. A tiempo. Caminó hacia el norte hasta llegar al cruce número cinco. Consultó nuevamente el reloj: las tres y doce. Esperó unos segundos y caminó hacia el sur contando el número de tablas que indicaba el gastado papel de la carta. Una repentina brisa levantó la hoja y le impidió seguir leyendo. Alzó la vista. Frente a él, sobre una de las tablas de la línea, había un hombre algo mayor, mirando fijo, con el semblante levemente caído y las manos apoyadas sobre el vientre, el tren que a gran velocidad se acercaba. El hombre, como si todo adquiriera bruscamente sentido, le dio un empujón. El viejo cayó hacia el otro lado de la línea, oculto por los enormes vagones que irrumpieron atronando el aire y forzando a un grupo de palomas a emprender el vuelo. El hombre retrocedió un par de pasos, a la espera de que el tren acabara de pasar. Luego, cruzó la línea y dijo:
-Hola, recibí su carta.
-¡Uf! Qué alivio. Muchas gracias, no se me ocurrió otra cosa que hacer con esa mole a punto de golpearme.
-Ya. Pues nada.
-¿Le sucede algo? –preguntó el viejo, advirtiendo una nota de desazón en la mirada del hombre, mientras sacudía la hierba adherida a su ropa tras la intempestiva caída.
-La verdad, sí. Me siento algo defraudado. Por un momento pensé que esta era una de esas historias en que el hombre que escribía la carta era el mismo que la recibía, de modo que al llegar aquí me descubría a mí mismo solicitando ayuda a mi yo pasado, creando una singularidad temporal y uno de esos bucles que tanto están de moda, pero resulta que todo ha salido aburridamente bien.
-Ya veo. Lo siento mucho. ¿Podría compensarlo invitándolo a una copa?
-Ayudaría.
-Genial, vamos.
El hombre y el viejo emprendieron la marcha hacia el centro de la ciudad.
-Ah, pero queda aún algo que no cuadra… -inquirió el hombre.
-Dígame.
-¿Cómo es que pudo usted escribir esa carta si el tren estaba a punto de golpearlo, y, todavía más, cómo fue capaz de enviármela quince años atrás?
-Uf… Tampoco hay mucho misterio. Hace quince años un auto estuvo al borde de atropellarme, momento en el cual advertí que mis reflejos no eran los mismos de antes, y que, en definitiva, pronto comenzaría a hacerme viejo. De manera que me puse a enviar todas las cartas que pude para que gente de buen corazón o de gran curiosidad, categorías en las que, por suerte, puede agruparse un buen número de individuos, me ayudase en contingencias como la que tuvo usted ocasión de presenciar hace un rato.
-Entiendo.
Los hombres platicaban mientras, al cruzar la calle, un camión de productos avícolas quemaba los últimos metros que lo separaban de cometer un fatal atropello. En eso, irrumpió en la escena una mujer que empujó a ambos del punto que los convertía en blanco fácil.
-Recibí su carta –dijo directamente al viejo, como si supusiera incapaz al hombre de enviar una carta o de escribir un párrafo.
-¡Uf! Muchas gracias, señorita.
-Pues, no hay de qué.
-¿Gustaría acompañarnos a una copa?
-Sería un placer.
El viejo, el hombre y la mujer entraron en un bar.
Me parece de una gran originalidad y con mucho estilo ¡Felicitaciones!
ResponderBorrarMuy bueno ......
ResponderBorrarBuena estrategia Matías.
ResponderBorrarSaludos.
R. Rivas
Muy bueno Matias....
ResponderBorrarChristian Polo